El 27 de febrero de 1819, Francisco de Goya y Lucientes compró una casa de campo a orillas del Manzanares, cerca de donde hoy se ubica el Paseo Extremadura de Madrid.  Hasta el 17 de septiembre de 1823, fecha que consta en el documento de traspaso a su nieto Mariano, por entonces un mancebo de 17 años, Goya pintaría un total de catorce frescos en los dos pisos de la quinta, los cuales se conservan más o menos intactos en el Museo del Prado (aunque “El perro hundido en la arena” sería la más perjudicada por el traslado a lienzo).

 

Goya se prestó en esta serie de pinturas libre de las ataduras academicistas, con un brochazo vivo y pincelada gruesa, resaltando gesto y ritmo y minando cada escena con composiciones sencillas pero dinámicas y sin embargo tan grotescas como un escorpión con lazo rosa.  El estilo de estas “Pinturas Negras” influiría en buena medida en el expresionismo y el surrealismo posteriores y supondría un punto y aparte en el arte, abriendo la brecha de lo irracional y lo absurdo, del sueño y la inconsciencia.

 

Asfixiado por la represión absolutista, que hacía insoportable la vida en Madrid a ilustrados, intelectuales, liberales y afrancesados, presionado por las censuras y hechuras de la Santa Inquisición a raíz de sus polémicos “Caprichos” y las “majas” de Godoy (tildadas en su momento de obscenas por el atrevimiento de la mirada frontal de la modelo –presuntamente identificada como la duquesa de Alba– y por el impúdico exhibicionismo de su libidinosa desnudez), y relegado como pintor de la Corte por sus achaques y su mala prensa, viéndose sustituido por la humillante mediocridad de Vicente López, Goya se refugió en sus últimos años en su casa de campo junto a la que por entonces le sirviera de enfermera, chacha y amante, doña Leocadia Zorrilla, de 32 primaveras.

 

En cambio, con 74 otoños a rastras, Goya dio rienda suelta a su particular exorcismo en la mal llamada “Quinta del Sordo”.  Cierto es que el hombre oía menos que un gato de escayola, pero sin embargo ninguno de los frescos que allí pintó denotan un posible estado de enajenación mental.  El esfuerzo físico y la energía que se deducen para su realización no podrían corresponder a una persona deprimida.  Por el contrario, la rabia desatada en las escenas deja entrever el sufrimiento interior que le atenazaba.  La pérdida de vigorosidad y capacidad sexual que sentía ante Leocadia quizá fuera para Goya una prueba más que evidente de la cercanía de la muerte, como cuenta el mito de Don Juan.


 



 

La compañía de Leocadia, que por edad podría ser su hija e incluso su nieta, le provocaba un conflicto de los de aúpa, mezcla de remordimiento y culpa, de deseo y pecado, de impotencia y envidia, que haría las delicias de todo freudiano de pro.  Retratada en “La manola”, Leocadia posa en actitud melancólica, con la mirada lánguida perdida a lo lejos, absorta en un triste pensamiento.  La muchacha seguiría al pintor hasta su exilio en Burdeos, siéndole fiel hasta su muerte en 1828.  Le sobreviviría casi treinta años más.  Goya, previendo quizá que la belleza de la joven estaba unida de alguna forma a la amenaza de una muerte inminente y sorpresiva, la pintó de luto recostada sobre un túmulo funerario.

 

Esta asociación entre eros y thanatos viene ya de antiguo, aunque se remarca sobre todo desde el simbolismo romántico.  Si en “Judith y Holofernes” se trasluce una angustia por la castración –metafórica, se entiende:  por su disfuncionalidad, no por su desmembramiento–, en el cuadro de costumbres protagonizado por dos mujeres y un hombre aquéllas se ríen de la masturbación frustrada de éste, quien se añade a ellas para su propia burla.  Pero si bien el rostro de Judith no resulta demasiado afectado ni impresionado por la decapitación que está a punto de consumar, las facciones del onanista parecen más desencajadas de lo normal, inhumanas cabe decir, como si llegando casi al éxtasis del orgasmo se metamorfoseara en un animal o una bestia grotesca, fea y primitivista.

 

Tampoco salen mejor paradas “Las Parcas”, que rigen el destino de los hombres.  En el fresco de Goya, portan un pobre infeliz consigo, postrado y maniatado, que mira con resignación a sus tres asexuadas captoras:  Cloto sostiene un exvoto totémico, un muñequito de barro que probablemente contenga el alma del incauto; Láquesis observa a través de una lente el imperceptible pero inexorable paso del tiempo sobre las cosas; y Átropos amenaza con cortar el hilo de la vida con una tijeritas de costurero.



 


 


 

De igual modo, al viejo fraile barbudo que se vale de un tosco bastón para caminar –y que Goya dispuso al lado de “La manola”– le secunda un extraño personaje caracterizado con maneras deformes:  boca sin dientes, orejas puntiagudas, una manota peluda y pellejuda...  Esta demoníaca aparición avisa al viejo de la proximidad de la muerte, tal y como hace el congénere calavérico que se sienta a la mesa junto a la anciana que parece comer sopa, a escasos metros del otro fresco.  Desdentada y cejijunta, la viejuna escucha atentamente a su siniestro vecino quien, tras consultar el pliego que tiene delante –una lista de nombres, tal vez– le susurra el destino de aquél al que señalan con el dedo tieso y huesudo y con una sinistra sonrisa en la cara.

 

Goya entiende la senectud como una época de decrepitud y de impotencia.  Los viejos que pinta son por ello deformes, contrahechos y caricaturescos, y han perdido irremediablemente todo su atractivo, si es que acaso tuvieron alguno en el pasado.  A los jóvenes, por el contrario, los sigue representando sensuales y envidiablemente vitalistas, aderezados con un rico colorido.  Las dos escenas de romería a la Fuente de San Isidro muestran en cambio un séquito de viejos, tarados y mutilados de todas las edades que pretenden sanar sus dolencias con el agua milagrosa bendecida por el santo.  Sin embargo, la visión del pintor es ciertamente muy escéptica:  los que lleguen (si es que llegan, renqueantes y exhaustos) ya no tienen remedio.  Lo que debería ser en inicio un cuadro bucólico y alegre recuerda una saturnalia de locos trufada por zombies en procesión.  Los personajes que Goya pintó en primer plano, además, miran hacia el espectador estableciendo así un diálogo de tú a tú, implicando su atención y su presencia psicológica y emocional en la escena. “Tempus fugit: Tú tampoco escaparás”, dicen obsesivamente las “Pinturas Negras”.

 

La imposibilidad de toda huida es desesperante en “El duelo a garrotazos”, donde dos baturros se baten a cachiporrazos frente a frente, con las piernas enterradas en el suelo por debajo de las rodillas.  La angustiosa viñeta imaginada por el artista parece una premonición y alegoría de la Guerra de la Independencia, la Expedición de los Cien Mil Hijos de San Luis, la guerra civil del siglo XX y todas las guerras en general, denunciado a lo bruto ese espíritu fratricida que impregna toda la historia de España.  La escena resulta muy irónica por el contraste que establece Goya con el paisaje idílico del fondo, el preciosismo casi táctil de las nubes, el azul celeste sobre el que se recortan las figuras, la claridad de su luz.

 

En todo este caos poblado por monstruos humanos sólo faltaba un dios elevado a las circunstancias, Satán, a quien invoca en “El aquelarre”.  Frente a una congregación de brujas y feligreses, un enorme macho cabrío se yergue junto a una partenaire con tocado blanco y faz simiesca, mientras una muchacha a un lado del cuadro –con ropajes de casa rica– espera candorosa y recogida el momento de su iniciación (¿sexual, tal vez?, ¿está toda aquella gente allí reunida para asistir a un desvirgamiento salvaje, en realidad?).  Quizá Goya sentía una fuerte angustia por querer poseer a una jovenzuela de la edad de Leocadia, viéndose a sí mismo como un ser luciferino, seductor y perverso a la vez.  Ajena a su destino, la doncella del cuadro no expresa nada salvo ingenuidad e inocencia, con las manos entrelazadas en un manguito despeluchado.


 








El otro gran dios de lo grotesco es sin duda Saturno, señor del tiempo, condenado a devorar a sus hijos por haberse casado con su propia hermana.  Su incesto le costará la vida puesto que el único vástago que su madre salva del voraz canibalismo asesino de Saturno matará en el futuro a su padre, rescatando a sus hermanos al provocarle eternamente el vómito.  El nombre de este héroe parricida es, cómo no, el del todopoderoso Zeus.

 

Cronos, la otra identidad de Saturno, es también conocido como deidad de la guerra y los desastres naturales como la peste y el hambre.  El dios, hastiado de su condición maléfica, representa para el mundo el paso inevitable a la muerte.  No resulta baladí pensar que Goya se sintiera identificado con el viejo Cronos:  su melancolía, transformando la furia contra su propio destino, le convertía en la principal divinidad del tormento y la desgracia.

 

En su pintura dedicada a Saturno, el cuerpo que devora no parece el de un niño pequeño acabado de parir, sino el de una mujer joven que no obstante no opone ninguna resistencia, hierática e inerte, en contraste con la inquieta enajenación del viejo, dibujado con los ojos desencajados y el cuerpo retorcido y chepudo.  En la repartición de papeles, la chica asume de modo entregado su condición de objeto de deseo, anulando su voluntad por amor al padre, según se desprende de la postura del cuerpo devorado.  Goya debate aquí su lucha interna –la misma que acucia el sufrimiento de Saturno– entre la depresión y una salvaje crueldad contra sí mismo, el asco más nauseabundo (rayano en la psicosis) junto a la pena y la compasión.

La última y más representativa de las “Pinturas Negras” catalogadas es el inacabado “Perro hundido en la arena”.  En dicha imagen, el animalejo asoma la cabeza por un talud, elevando el hocico hacia la derecha del cuadro como si buscara allí lastimosamente con la mirada algo o alguien que pudiera ayudarle a salir de esa situación atroz:  ser sepultado vivo por una tormenta de tierra.  Sin embargo, el amplio espacio que Goya abre en el margen hacia el que mira el can no deja lugar a dudas:  ahí no hay nada, por lo que toda esperanza es vana.

 

Goya resume aquí todos sus miedos y frustraciones.  Pese a su invisibilidad, la presencia de la muerte se cobra el mayor peso narrativo de la serie, como pasa con la tumba borrada que Millet ocultó entre los dos campesinos del “Ángelus”.  Podría no ser un accidente que Goya interrumpiera aquí y así la serie de “Pinturas Negras”.  Un año más tarde partiría junto a Leocadia hacia su triste exilio en Burdeos, regresando poco después a Madrid para morir en abril de 1828.  Pero llegada la Muerte, el alma del maño ya estaba en paz.

 

En la Quinta del Sordo quedaron exorcizados los demonios, invocados todos los diablos, burlados todos los años de su vida.  Las “Pinturas Negras” fueron, en definitiva, una terapia para combatir el duelo de su propia muerte, con un control absoluto de sus ideaciones paranoicas y alucinógenas:  un análisis, en fin, de su estado de (des)ánimo personal y social.  En todo caso un ejemplo fantástico de catarsis del trauma, de arte tomado como herramienta de introspección y de autoconocimiento psicológico.  Si hay que destacar el genio de Goya es sobre todo por su estudio de lo subjetivo, esto es, de la cara escondida/escindida de la conciencia.

 

Que el sueño de la razón produce monstruos será una realidad constatada por Dalí, Freud y Bacon entre otros a lo largo del siguiente siglo.  Y aún dura esa genealogía sin fin de demonios y bestias por el uso de la razón, desde todo un surtido de patologías mentales hasta la creación de la bomba atómica.  La Quinta del Sordo era el paraíso en comparación con el infierno que quedaba fuera.